25 de mayo de 2007

La Tregua

Esta ha sido otra semana cerebralmente desgastante: el tema "la reestru" ya me tiene bastante podrido con sus exámenes, sus entrevistas y su ir y venir de noticias que al fin de cuentas no aportan casi nada valioso y por el contrario sólo sirven para cagarse en el estado anímico del suscrito. Afortunadamente, también esta semana he podido darme una tregua entre tanto despiche (dale P, "tanto quilombo") y una vez más acude al rescate el maestro Benedetti con su peculiar humor y -ante todo- su excelente literatura. A continuación, un fragmento de "La Tregua":

Jueves 21 de marzo

Cena en lo de Vignale. Tiene una casa asfixiante, oscura, recargada. En el living hay dos sillones, de un indefinido estilo internacional, que, en realidad, parecen dos enanos peludos. Me dejé caer en uno de ellos. Desde el asiento subía un calor que me llegaba hasta el pecho. Vino a recibirme una perrita desteñida, con cara de solterona. Me miró sin olfatearme. Luego se despatarró y cometió el clásico delito de lesa alfombra. La mancha quedó allí, sobre una cabeza de pavo real que era la
vedette en aquel diseño más bien espantoso. Pero había tantas manchas en la alfombra, que al final uno podía llegar a creer que formaban parte de la decoración.

La familia de Vignale es numerosa, estentórea, cargante. Incluye a su mujer, su suegra, su suegro, su cuñado, su concuñada y –horror de los horrores– sus cinco niños. Estos podrían ser definidos aproximadamente como mounstritos. En lo físico son normales, demasiado normales, rubicundos y sanos. Su monstruosidad está en lo molestos que son. El mayor tiene trece años (Vignale se casó ya maduro) y el menor seis. Se mueven constantemente, constantemente hacen ruido, constantemente discuten a los gritos. Uno tiene la sensación de que se le están trepando por la espalda, por los hombros, que siempre están a punto de meterle a uno los dedos en las orejas o tirarle del pelo. Nunca llegan a tanto, pero el efecto es el mismo, y se tiene conciencia de que en casa de Vignale uno está a merced de esa jauría. Los adultos de la familia se han refugiado en una envidiable actitud de prescindencia, que no excluye trompadas perdidas que de pronto cruzan el aire y se instalan en la nariz, o en la sien, o en el ojo de uno de aquellos angelitos. El método de la madre, por ejemplo, podría definirse así: tolerar toda postura e insolencia del niño que moleste a los otros, incluidas las visitas, pero castigar todo gesto o palabra del niño que la moleste a ella personalmente. El punto culminante de la cena tuvo lugar a los postres. Uno de los chicos quiso dejar testimonio de que el arroz con leche no le agradaba. Dicho testimonio consistió en volcar íntegramente su porción sobre los pantalones del menor de sus hermanitos. El gesto fue generado con generoso ruido, pero el llanto del damnificado superó todas mis previsiones y no cabe en ninguna descripción.

Después de la cena, los niños desaparecieron, no sé si dispuestos a irse a la cama o a preparar un cóctel de veneno para mañana temprano. “¡Qué chicos!”, comentó la suegra de Vignale, “lo que pasa es que tienen vida. “”La infancia es eso: vida pura”, fue el adecuado colofón del yerno. Respondiendo a una inexistente averiguación de mi parte, la concuñada me señaló: “Nosotros no tenemos hijos.” “Y ya llevamos siete años de casados”, dijo el marido con una risotada aparentemente maliciosa. “Yo por mí quisiera”, aclaró la mujer, “pero éste se complace en evitarlos”. Fue Vignale quien nos rescató a todos de semejante divagación ginecológica y anticonceptiva, para referirse a lo que constituía el máximo atractivo de la noche: la exhibición de las célebres fotos de museo. Las guardaba en un sobre verde, fabricado caseramente con papel de embalar, sobre el cual había escrito con letras de imprenta: “Fotografías de Martín Santomé.” Evidentemente, el sobre era viejo, pero la leyenda bastante reciente. En la primera foto aparecían cuatro personas frente a la casa de la calle Brandzen. No fue necesario que Vignale me dijera nada: a la vista de la fotografía mi memoria pareció sacudirse y acusó recibo de aquella imagen amarillenta que había sido sepia. Quienes estaban en la puerta eran mi madre, una vecina que después se fue a España, mi padre y yo mismo. Mi aspecto era increíblemente desgarbado y ridículo. “Esta foto, ¿la tomaste vos?”, le pregunté a Vignale. “Estás loco, yo nunca he juntado valor para empuñar una máquina fotográfica o un revólver. Esta foto la sacó Falero. ¿Te acordás de Falero?” Vagamente. Por ejemplo, que el padre tenía una librería y que él le robaba revistas pornográficas, preocupándose luego de divulgar entre nosotros ese aspecto fundamental de la cultura francesa. “Mirá esta otra”, dijo Vignale, ansioso. Allí también estaba yo, junto al
Adoquín. El Adoquín (de eso sí me acuerdo) era un imbécil que siempre se pegaba a nosotros, festejaba todos nuestros chistes, aún los más aburridos, y no nos dejaba ni a sol ni a sombra.

No me acordaba de su nombre, pero estaba seguro de que era el
Adoquín. La misma expresión pajarota, la misma carne fofa, el mismo pelo engominado. Solté la risa, una de mis mejores risas de este año. “¿De qué te reís?”, preguntó Vignale. “Del Adoquín. Fijate qué pinta.” Entonces Vignale bajó los ojos, hizo una recorrida vergonzante por los rostros de su mujer, de sus suegros, de su cuñado, de su concuñada, y luego dijo con voz ronca: “Creí que ya no te acordabas de ese mote. Nunca me gustó que me llamaran así.” Me tomó totalmente de sorpresa. No supe qué hacer ni qué decir. ¿Así que Mario Vignale y el Adoquín eran la misma persona? Lo miré, lo volví a mirar, y confirmé que era estúpido, empalagoso y pajarón. Pero evidentemente se trataba de otra estupidez, de otro empalago, de otra pajaronería. No eran las del Adoquín de aquel entonces, qué iban a ser. Ahora tienen no sé qué de irremediable. Creo que balbuceé: “Pero, che, si nadie te lo decía con mala intención. Acordate que a Prado le decían el Conejo.” “Ojalá me hubieran llamado a mi el Conejo”, dijo, en tono compungido, el Adoquín Vignale. Y no miramos más fotografías.

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